Y, al contemplar y disfrutar el nuevo día, con sus luces, olores y sabores, siento que me renuevo interiormente. No resisto el impulso de elevar mis manos y mi corazón hacia ti, y expresarte desde lo más profundo de mi ser mis gracias y alabanzas.
¡Gracias, Señor, por la vida, por el sol y la luz, por la naturaleza; por la hermosura de tu creación, y la dulzura del hogar, por el sueño reparador y por el despertar de los sentidos al maravilloso espectáculo de un nuevo día…!
Toda esta experiencia tempranera convoca a la oración y a la meditación: al reconocimiento de tu grandeza, majestad y poder; a la reflexión sobre el estado de mi vida delante de tus ojos, que todo lo penetran. Ante la grandiosa armonía de tu creación, debo pensar en si mi propia vida marcha armoniosa frente a tu ley y tu Palabra. Siento entonces unas ganas enormes de hablarte y preguntarte; de contarte de mí y escuchar de ti. De compartirte mis logros, fallas y frustraciones. De ponerte al tanto de mis planes y propósitos. De pedir tu opinión y reclamar tu orientación.
Y para este ejercicio de acercamiento a ti descubro, Señor, que no hay nada mejor que los instrumentos maravillosos que tú mismo nos diste para comunicarnos y hablar contigo: la oración y tu Palabra.
No cambio esta experiencia cotidiana por nada de este mundo. ¡Oración y Palabra! Las dos me ponen cada día a tono contigo y, a través de ti, con mis semejantes.
De seguro que ya te diste cuenta que desde que comencé a escribir este saludo, he estado orando. Voy ahora en busca de tu Libro, el que me dice la verdad y proyecta cada mañana mi jornada por el recto sendero de tu voluntad. Lo abro con gusto, para saludarte con el saludo de siempre: ¡Buenos días, Señor!